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A veces es difícil pensar en lo que implica salir del país y dejarlo todo atrás en busca de oportunidades. No es común abrirse y dejar correr todos los sentimientos, pensamientos y situaciones que se viven al empezar a vivir en otro país siendo venezolano. Comúnmente solo contamos el lado de la historia que vivimos en el otro país, pero ¿qué pasa cuándo empezamos a contar sobre lo que dejamos? Personalmente salí del país en un momento en el que aún era ‹‹chévere ser venezolano›› en los otros países, en mi nuevo colegio me ponían a decir palabras raras para ellos, o simplemente me ponían a hablar para escuchar ese acento distinto y bacáno de escuchar y hasta imitar para los otros.

Pero qué pasa, que cuando uno cruza la frontera se atiene a dejar todo lo que tenía (familia, amigos, primos, colegio, casa y mascotas incluidas, absolutamente todo), y entonces todo empieza a ser nuevo. Llega un momento en el camino de toda esta travesía que entonces miras hacia atrás, miras hacia adelante, y te miras a ti ahí, en ese punto de alguna extraña ciudad y un extraño país al que no perteneces, y resulta que justo en ese momento sientes que no perteneces a ningún lugar, porque llega un momento en el que toda tu familia se encuentra regada por todo el mundo, o tal vez muchos sigan en Venezuela, pero simplemente no puedes siquiera llamar a saber de ellos. Empiezas una vida en la que no puedes confiar en nadie porque no sabes que esperar, debes acostumbrarte a costumbres distintas y a pensamientos distintos, en los que tal vez simplemente debes encajar e ir moldeándote a eso.

También pasa que empiezas a negar de donde vienes, simplemente prefieres callar  o decir que eres de Colombia, empiezas a sentir ese rechazo por ser venezolana, y duele, duele sentir que niegas tu patria simplemente por evadir una discusión y alguna conversación, porque a veces se siente que no hay argumentos suficientes para decir que no todos los venezolanos son iguales, empiezas a oír chistes ofensivos a tu nacionalidad y simplemente prefieres callar y hasta reír sin que nadie se de cuenta de la gran ofensa y el dolor que causa aquellos atrevidos comentarios.

Un día viendo una fila de venezolanos en Bucaramanga esperando por un plato de comida, empecé a llorar, y empecé a sentir desde mis sentimientos de venezolana, ver gente como yo o como mi mamá o más doloroso aún como mis abuelos, me hizo estallar, sentir que esa lucha también era mía, que esas personas eran mis hermanos, y que se valía conmoverse por lo que sucedía en mi país.

Fue entonces cuando acepté acompañarlas en una ruta, no fue fácil, había en algunos momentos que contener las lágrimas pero finalmente desde aquel balcón en Barichara después de haber ayudado a tanta gente, con el corazón lleno de orgullo por ver tan bonita labor y con la gorra de Venezuela que tenía tanto tiempo sin ponerme, después de oír un comentario de una amiga colombiana que me decía que ese día me veía más venezolana que nunca, justo en ese momento me sentí otra vez de alguna parte, me sentí venezolana de nuevo, dejé mi pena y tomé la decisión de no negar más mi patria.

Se siente bien ser venezolana, sin miedo y sin pena, recuerda uno que Venezuela no tiene todo malo, que también hay cosas buenas y que al fin y al cabo allá es donde pertenezco. Entendí que en aquel entonces cuando rechacé de donde venía porque no me sentía representada muchas veces por el estigma que representaban muchos de aquellos venezolanos que emigraban y manchaban el nombre de mi país, me equivocaba, pues al fin y al cabo se trata del país en donde nací, viví y crecí, del que nunca podré dejar de sentirme orgullosa, al que siempre seguiré añorando volver algún día, del que le hablaré a mis hijos.

Y es así como me reencontré conmigo misma y empecé a dejar fluir lo que sentía, cuando hay que llorar se puede llorar, y cuando hay que reír se puede reír, todo porque Soy venezolana.

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Diana Paola Masini Parra | Carta a mi madre | Bucaramanga, 2017

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